Esta no es una carta más que te escribo; es la última.
Aquí me despido.
Pero no adelanto el motivo de mis letras. Quiero que sepas, y si es posible, entiendas, el porqué de mi partida.
Hace días concontré un lugar lleno de luz a las orillas de la ciudad. Te conté de él, y sonreiste... me miraste cual si fueras un chiquillo y corriste hacia mi... justo como el chiquillo que yo conocí en aquellos años de soledad.
Y me tomaste de la mano y comenzamos a bailar, hablando entre susurros de que la mágia no radica en el universo, afuera, sino en el universo, adentro. Y te amé profundamente... eres (siempre lo has sido) el reflejo para el cual jamás tuve un espejo. Eres y siempre serás lo inexpresable, amor...
Pasamos la tarde viendo caricaturas (lo sé, lo recuerdas... te reíste como nunca, estabas feliz). Y llegó la noche y descubrí que te habías quedado dormido en mi regazo. Ah... cómo quise tomarte una foto, filmarte un video, hacerte una película, una novela, una serie de mil temporadas, asi justamente: dormido. Eres hermoso... Y me pareció como si la vida me explicara que en tí, y sólo en tí, radica la magia.
Y me quedé dormida a lado tuyo...
Sé que no entiendes el porqué entonces de mi última carta.
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